Más adelante, una vez que se hubo conocido la base química de la herencia de los caracteres hereditarios, se identificó claramente un gen con un segmento de ADN que contiene la información genética suficiente para dar lugar a una proteína. La expresión «un gen, una proteína» se hizo tremendamente popular entre los biólogos moleculares.
Sin embargo, los avances en biología molecular que se han producido entre 1950 y la actualidad han provocado un cambio considerable en la idea que se tiene acerca de los genes. Uno de los factores que más ha contribuido a ese cambio de visión ha sido el conocimiento del genoma humano en su totalidad, proporcionado por el proyecto Genoma Humano: se sabía que el hombre fabrica unas 90.000 proteínas distintas, por lo que se esperaba que el número de genes fuera de unos 100.000, posiblemente más. Sin embargo, la secuencición total de nuestro genoma arrojó un resultado sorprendente: el número total de genes de la especie humana no supera los 25.000. ¿Cómo puede ser esto posible? Desde luego, no lo es si tratamos de mantener la idea tradicional, propuesta en su momento por Jacques Monod, que establecía la equivalencia entre genes y proteínas. La respuesta puede encontrarse, al parecer, en los intrones.
Los genes eucariotas no son continuos, sino que están «interrumpidos». Para explicarlo de una forma más o menos sencilla, un gen vendría a ser como un programa de televisión, con su secuencia lineal de información. En este modelo, un intrón sería, simplemente, un intermedio en el programa: un segmento intercalado que no incluye información significativa en relación con el contenido del resto del programa. Tradicionalmente, desde su descubrimiento, los intrones han sido considerados de este modo, hasta el punto de que se les consideraba «ADN basura».
Sin embargo, es difícil pensar que una cantidad semejante de ADN pueda permanecer en un organismo sin proporcionar ninguna ventaja adaptativa: por término medio, un gen humano consta de 7,8 exones y 8,8 intrones. El mantenimiento de los intrones es muy costoso para la célula, ya que supone la síntesis de los nucleótidos que los constituyen y el mantenimiento de tales elementos durante la replicación y la transcripción, en teoría solo para reciclarlos, de nuevo con gasto energético, después del splicing del ARN. La selección natural ejerce una enorme presión en contra de sistemas tan despilfarradores como este, de modo que resulta muy improbable que se mantuviera si no aportara, a cambio, algunas otras ventajas.
Más aún. Es una idea aceptada entre los biólogos que la importancia evolutiva de un fragmento de ADN es directamente proporcional a su grado de conservación a lo largo de la historia biológica. En efecto, cuanto mayor es la importancia biológica de una secuencia de ADN, más importante es que se conserve activa, por lo que las mutaciones que la afectan son eliminadas en cuanto suponen pérdida de eficacia biológica. Si esto es así, los intrones deben resultar muy importantes porque su grado de conservación es mayor, incluso, que el de las proteínas.
Si todo esto es así, hay que suponer que los intrones desempeñan funciones biológicas importantes. Los últimos datos disponibles sugieren dos de estas funciones: la reguladora y el incremento de la diversidad genética de los organismos.